jueves, 31 de diciembre de 2015

shawarmas intergalácticos

Había estado comiendo entrecot y cervezas en un bar del centro, hasta que decidí que ya había tenido suficiente ración de gilipollez por aquel día, y me adentré en una espesa jungla de cadáveres andantes, carteles publicitarios, sombras y luces, hacia la estación de metro. Si uno debe coger la línea cinco y está en Plaza Cataluña no le queda otra que tratar de llegar hasta Diagonal. En mi caso, como voy en dirección a Maragall puedo coger la amarilla y luego transbordar o andar un poco. Demasiado rato en estos metros puede hacer que te tomes las cosas por la vía rápida y te pongas un poco más radical de lo conveniente, pero con la debida paciencia y saber estar al final lo consigues. Hay que tomarse las cosas con mucha calmita hoy día. 
Entre esto y lo otro al final alcancé el cuchitril ocupado en el que vivía con un montón de perros malolientes que se dedicaban a decorar el piso con sus respectivas excrecencias y demás fluídos incómodos. Una despiadada sesión de porros y Sálvame Deluxe propiciaron que sobre las cuatro de la mañana me encontrara en el balcón cantando a pleno pulmón el himno de la Legión y meando hacia la calle. De repente reparé en que todo era normal, demasiado normal. Precisamente debido a esta normalidad no podría decirse que hubiera nada fuera de lo común a lo que poder achacar mi creciente incomodidad. La calle estaba vacía, el viento aullaba, la luna estaba en lo alto y los edificios vibraban con un leve resplandor enfermizo. Nada raro. Y entonces lo ví. Una especie de tienda de shawarmas de un intenso brillo multicolor, que despedía un intenso hedor a podrido, llena de ojos acuosos en sus paredes hechas con telas y tapices arábigos. Permanecía suspendida en el aire, lo que se dice levitando, mientras el vendedor defecaba un cagarro tras otro envolviéndolos a continuación, haciendo con ellos una multitud de shawarmas que lanzaba sin piedad contra mi ventana. 
Me hablaba por telepatía, es decir que sus pensamientos cobraban vida en mi mente, y por dicho método supe que había venido volando desde la Dimensión Shawarma solo para joderme la vida, pues yo tenía según él el dudoso placer de ser la última persona pensante del Planeta Tierra. Ante tamaña declaración de ausencia de principios tomé una escopeta de antes de la guerra que había pertenecido a mi bisabuelo y procedí a disparar una série de violentas ráfagas de proyectiles que cargaba en el arma utilizando mi imaginación, visualizándolos con mi tercer ojo, creándolos literalmente de la nada. Proyectiles que eran gruesas bolas de caviar de beluga, con los que al fín conseguí aniquilar a mi enemigo por empache extremo e infarto de miocardio. Entonces la tienda volante descendió hasta el pie de mi ventana y me largué en ella a explorar los confines del universo, como si de una alfombra mágica de Oriente se tratara.
Por fin había logrado dejar atrás este planeta de pesadilla. ¿Lograría hallar vida inteligente allende las estrellas? Únicamente el futuro conocía la respuesta. Por el momento me centré en la tacha de canuto que quedaba y continué adentrándome en el cielo estrellado, hasta que no fuí mucho más que un punto diminuto en el firmamento.

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